A las cinco de la tarde, hora punta de calor en el área de Texas, el termómetro marcaba ayer 38 grados en la frontera entre la ciudad mexicana de Acuña y el municipio estadounidense de Del Río. Allí, bajo el Puente Internacional de Río Grande o en sus inmediaciones, unos 12.000 inmigrantes en su mayoría procedentes de Haití se arracimaban ayer después de vadear en masa las aguas que separan los dos países.
El sol apretaba y la sombra del puente parecía la mejor opción. Las autoridades hablaban de “una emergencia sin precedentes” ante la que apenas pueden asistir a los más necesitados mientras, alarmados por la avalancha formada en unos pocos días de esta semana, pedían refuerzos humanos y materiales al Gobierno federal.
Aunque no se trate ni mucho menos de la primera crisis migratoria que vive el país, las proporciones y circunstancias de esta pueden crear un grave dilema al Gobierno de Joe Biden. Pues aunque las leyes otorgan a las autoridades la facultad de devolver o deportar a los inmigrantes que no cumplan las condiciones para su asilo, los trámites pueden prolongarse días o semanas y la decisión de una expulsión masiva no es fácil de adoptar ni de ejecutar. Además, los recién llegados tratan de convertir su campamento improvisado en un campo de refugiados estable del que se hará más difícil desalojar a aquellos que en principio podrían serlo bajo las normas.
La crisis sobreviene cuando la frecuencia y el número de cruces ilegales de Río Grande alcanzaban ya sus máximos de los últimos 20 años. Y justo en el momento en que los funcionarios del Departamento de Seguridad Nacional se esfuerzan por acoger y acomodar a más de 60.000 evacuados afganos tras la retirada de las tropas estadounidenses de aquel país.
Aunque entre los acampados hay algunos cubanos, venezolanos y nicaragüenses que abandonaron sus países huyendo de la miseria o la persecución política, una abultada mayoría de los migrantes son haitianos que lo perdieron todo en el seísmo de agosto pasado, de magnitud 7,2.
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