La expulsión exprés de migrantes por parte de EE UU ha disparado el negocio los traficantes de personas, que se asocian con el crimen organizado y usan el nuevo Gobierno estadounidense como gancho
Idalia Rivera agarra el brazo de su hija Sofía, una niña delgada de nueve años, como si fuera una tabla que la mantiene a flote en medio de un naufragio. A mediados de abril, Idalia salió de su casa en El Salvador con Sofía y su hermano mayor, de 16 años, con la ilusión de llegar a Texas para reencontrarse con su marido. Veinte días después mira a su alrededor con la cara desencajada por el miedo en una plaza de Reynosa, la ciudad fronteriza de México adonde ha sido expulsada por las autoridades migratorias de Estados Unidos. El mayor de sus hijos ya no está con ella; los coyotes, como se designa a quienes participan en el tráfico fronterizo de personas, la separaron de él en Chiapas, y ahora se aferra a lo único que le queda: la niña.
“Lo peor es que tenemos temor de estar aquí y también de volver a nuestro país y no podemos pasar. Estamos entre la espada y la pared”, se lamenta ahora Idalia, el primer martes de mayo, apoyada sobre la pérgola de la plaza de la República —al lado del puente fronterizo que une Reynosa con Hidalgo—, donde cientos de migrantes como ella pasan los días en un limbo. Para salir de El Salvador, la mujer le pagó 4.500 dólares a un coyote. Tenía miedo de que a su hijo adolescente lo reclutaran las maras y puso rumbo a San Antonio, en Texas, la ciudad a la que el padre de los niños —un exagente de policía— huyó hace cuatro años de lo que ella define como una muerte casi segura a manos de las maras.
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